El Apóstol Pablo ha sido un gran bien para la humanidad. Era estupendo en su coherencia y en su capacidad de hacerse “todo para todos”. En su juventud, como judío convencido, lleva adelante los ideales de la antigua Ley, llegando a perseguir a los que no la observan. Se convierte en el camino de Damasco, cuando viajaba para encarcelar a los cristianos. Allí tiene una profunda experiencia de Cristo y se identifica plenamente con sus enseñanzas. Después de dos años de silencio y de meditación en el desierto, recorre el mundo conocido para llevar a todos la salvación y la libertad de los hijos de Dios. Con los paganos se hace pagano; se identifica con ellos en lo que tienen de bueno para, luego, proponer la novedad que ha traído Cristo.
No se adaptó a las modas. No buscó su propio interés. Se solidarizó con la gente, “llorando con el que llora y riendo con el que ríe”, para ganarlos a todos para Cristo, para conducir a los demás al Otro, al Hijo de Dios, que se igualó a nosotros el primero, para que pudiésemos identificarnos con él y ser con él “hijos en el hijo”.
Para contribuir personalmente a “completar lo que falta a la pasión de Cristo”, soporta todo tipo de vejaciones y persecuciones. Para ayudar a los demás (que él siente como hermanos y hermanas a salvarse, acoge la “necedad” de la cruz y no vacila en darse a todos, como Cristo: una vida hecha eucaristía (acción de gracias) hasta el último momento. Su decapitación es una consagración en beneficio de toda la humanidad: “éste es mi cuerpo para vosotros, para todos”.
Tomado del libro: En camino... hacia el amor. Valentín Salvoldi
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