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El discípulo de Jesús participa de la vida que está en el Padre y el Hijo, la vida que sólo les pertenece a ellos en propiedad: “Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo” (5,26). Y más aún: todo lo que cabe en la relación del Padre y el Hijo, su estima, valoración, admiración, escucha/obediencia, el estar contentos el uno del otro, todo esto el Espíritu lo transmite a los discípulos. Por eso dice: “Recibirá de lo mío y se lo anunciará (transmitirá) a ustedes” (16,14c.15c).

Se realiza así el deseo de Jesús: “Quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria” (17,24). Bajo la luz de esta gloria, la comunidad de los discípulos queda envuelta en la fuerza y la intensidad del amor que es propio de Dios.


Ahora vemos que el Espíritu no nos llega solamente a los oídos sino hasta el corazón. Es el Espíritu –Dios mismo vaciándose en nosotros- quien coloca en los más hondo de nuestro ser al Ser mismo de Dios.


Fuimos creados para “vivir”. Porque fuimos creados en el Verbo (1,3) -que es eterna relación- vivimos sedientos de amor: por eso lo que más nos duele es una mala relación. Es algo que llevamos impregnado dentro. Pues bien, por la entrada y permanencia de Jesús en nuestra vida, Él como Verbo lleno de amor, nos rescata de nuestras soledades y aislamientos, sana nuestras incomunicaciones y malas relaciones al colocarlas en el plano superior del amor primero y perfecto que viene de Dios. Todo lo hace converger allí y de Él, de lo alto, brota una nueva capacidad de amar. Y si bien pasamos por el trauma de la muerte física, viviremos para siempre porque en esa relacionalidad no hay lugar para la muerte, y esto: porque el Cielo de la Trinidad ya está en nosotros.

Así, la misión del Hijo queda “completa”, esto es, darnos la vida eterna de Dios: “Para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (17,26).

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