Hace muchos, muchos años, en el año 1182, nació en la ciudad de Asís un niño al que bautizaron con el nombre de Francisco. Su padre era un rico comerciante y su madre, una piadosa mujer que enseñó al niño a amar a Dios.
Francisco creció alegre y despreocupado junto a sus amigos, hasta que un día descubrió que esa vida vacía no lo hacía feliz. El deseaba algo más. Sin saber cómo, una tarde, llegó a una capillita derruida y abandonada y se puso a orar:
- Señor -decía-, ¿qué quieres Tú que yo haga?
De pronto, la imagen de Cristo que había en el lugar le dijo:
- Francisco, restaura mi Iglesia que ya se derrumba.
El joven entonces, decidió cambiar su vida y ser otro, entregarse a los más pobres. Regresó a su casa, habló con sus padres y les contó sobre el nuevo rumbo que daría a su existencia. El padre, indignado, lo trató de mal agradecido y loco, pero Francisco le devolvió sus ricas vestimentas y comenzó a servir a Dios.
Al principio los habitantes del pueblo pensaban que el muchacho estaba desquiciado, pero al cabo de un tiempo empezaron a escucharle con respeto, cuando él predicaba el amor de Dios y la buena noticia del Evangelio.
Algunos de sus antiguos amigos se burlaban de él; en cambio otros, decidieron imitarle y poco a poco se fueron reuniendo discípulos a su alrededor. Se dedicaban a orar y predicar la palabra de Dios, formándose así la orden de Los Franciscanos.
Entre otras devociones del muchacho, siempre había sentido un amor especial por la Navidad. Fue así que recibió otra inspiración del Señor. Se acercaba Nochebuena y decidió representar la humildad del pesebre tal como sucedió en Belén, ¡hasta con un burrito y un buey en una pobre gruta en medio de un bosque!. Y así lo hizo, cuando de pronto, en la noche de Navidad, la gente del pueblo se acercó con antorchas encendidas a la gruta que Francisco y sus hermanos habían preparado. Cuál no sería la maravilla de todos los presentes cuando, según dice la tradición, sucedió un milagro: el Niño Jesús quiso estar de cuerpo presente en medio de ellos. Todos los asistentes pudieron alabar al recién nacido en ese pobre pesebre, mientras los ángeles entonaban alabanzas y cantos: tal como sucedió en Belén.
Desde aquél día admirable, en todo el mundo se celebra Nochebuena imitando la inspiración de San Francisco de Asís, en torno a un humilde pesebre que recibe al Hijo de Dios.
Francisco creció alegre y despreocupado junto a sus amigos, hasta que un día descubrió que esa vida vacía no lo hacía feliz. El deseaba algo más. Sin saber cómo, una tarde, llegó a una capillita derruida y abandonada y se puso a orar:
- Señor -decía-, ¿qué quieres Tú que yo haga?
De pronto, la imagen de Cristo que había en el lugar le dijo:
- Francisco, restaura mi Iglesia que ya se derrumba.
El joven entonces, decidió cambiar su vida y ser otro, entregarse a los más pobres. Regresó a su casa, habló con sus padres y les contó sobre el nuevo rumbo que daría a su existencia. El padre, indignado, lo trató de mal agradecido y loco, pero Francisco le devolvió sus ricas vestimentas y comenzó a servir a Dios.
Al principio los habitantes del pueblo pensaban que el muchacho estaba desquiciado, pero al cabo de un tiempo empezaron a escucharle con respeto, cuando él predicaba el amor de Dios y la buena noticia del Evangelio.
Algunos de sus antiguos amigos se burlaban de él; en cambio otros, decidieron imitarle y poco a poco se fueron reuniendo discípulos a su alrededor. Se dedicaban a orar y predicar la palabra de Dios, formándose así la orden de Los Franciscanos.
Entre otras devociones del muchacho, siempre había sentido un amor especial por la Navidad. Fue así que recibió otra inspiración del Señor. Se acercaba Nochebuena y decidió representar la humildad del pesebre tal como sucedió en Belén, ¡hasta con un burrito y un buey en una pobre gruta en medio de un bosque!. Y así lo hizo, cuando de pronto, en la noche de Navidad, la gente del pueblo se acercó con antorchas encendidas a la gruta que Francisco y sus hermanos habían preparado. Cuál no sería la maravilla de todos los presentes cuando, según dice la tradición, sucedió un milagro: el Niño Jesús quiso estar de cuerpo presente en medio de ellos. Todos los asistentes pudieron alabar al recién nacido en ese pobre pesebre, mientras los ángeles entonaban alabanzas y cantos: tal como sucedió en Belén.
Desde aquél día admirable, en todo el mundo se celebra Nochebuena imitando la inspiración de San Francisco de Asís, en torno a un humilde pesebre que recibe al Hijo de Dios.
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